DESDE EL ALMA
Un espacio donde la razón y la emoción conversan con honestidad.
Por Mauricio Javier Molinares Cañavera
La voz que el cielo oye
La echaron como a una sobra incómoda. Una mujer y su hijo, arrojados al desierto con apenas un odre de agua y un trozo de pan, como si sus vidas valieran lo mismo que una limosna. El agua se agotó pronto, el sol quemaba sin piedad y el niño comenzó a desfallecer. Ella, incapaz de verlo morir, lo dejó bajo un arbusto seco y se alejó llorando. Era la sentencia más cruel: morir de sed en soledad, desterrados por los celos y los errores de otros.
La historia, relatada en Génesis 21:8-21, duele más cuando entendemos sus causas. Esa mujer había servido como esclava en la casa de una pareja estéril. Fue usada para engendrar al hijo que la impaciencia no supo esperar, y luego despreciada cuando la esposa legítima logró concebir. Así, los errores y rivalidades humanas terminaron desterrando a los inocentes.
Pero el cielo no es indiferente al llanto de un niño. La Escritura dice que Dios oyó la voz del muchacho. No fue la oración solemne de un patriarca ni el canto de un sacerdote, sino el gemido débil de un pequeño moribundo. Allí, donde todo parecía acabado, Dios abrió sus oídos.
Entonces, la madre —rota, exhausta, incrédula— levantó sus ojos y descubrió un pozo de agua junto a ella. Lo que parecía el final se transformó en un comienzo; lo que parecía, en nacimiento de esperanza. Y allí escuchó la promesa: “No temas, porque también de este niño haré una gran nación”. El que para los hombres era desecho, para Dios era destino.
Quizás hoy alguien se sienta como aquella mujer y su hijo: desterrado por los errores de otros, tirado bajo el arbusto seco de la desesperanza, esperando la muerte de un sueño, de una relación o de una promesa. Pero justo allí, en el punto donde todo parece acabarse, Dios sigue oyendo el clamor que nadie más oye.
Porque todavía hoy, en medio de los desiertos más crueles, el cielo se inclina y susurra:
“No temas. Yo escucho la voz del niño.”